Para qué sirven los zanjones


Un primo de Buenos Aires es, ante todo, un elemento indeseable. Una perturbación en el confortable cosmos de un niño de pueblo.
La base de su condición es ser presumido. “Primo de Buenos Aires” es sinónimo de presumido. Eso se le puede perdonar, porque nadie va a andar peleando contra su esencia; pero no es tolerable que se jacte de que en su ciudad haya McDonalds y en mi pueblo no. Esa franquicia es demasiado cara y solo puede ser sostenida en donde haya una gran población dispuesta a consumir mierda. Buenos Aires parece ser la ciudad indicada. A nosotros, en un buen día, nos llevaban a comer panchos a la terminal.
Presumido. Jactancioso. Solo él era un hincha de verdad. ¿Cómo iba yo a ser hincha de River si en mis ocho años de vida apenas había pasado (y una sola vez) por afuera del monumental cuando me llevaron a tratarme a Buenos Aires porque en el hospital de mala muerte de mi pueblo no daban con lo que tenía. Pero él era socio; iba todos los domingos a la cancha. Estudiaba en River. Él era un verdadero hincha, no yo, ni mi vecino. Tenía una foto con Francescoli. Tenía la camiseta oficial. Mi vecino cuando ganaba River se ponía una remera que decía I ❤ N Y, que había rescatado de las donaciones de Caritas. Era pobre, el pobre.
Aparte, un primo de Buenos Aires sabe todo. No se le puede discutir. Un primo de Buenos Aires no habla, solo pronuncia sentencias, axiomas inapelables. Hasta de pesca creía mi primo hablar con más sabiduría que nosotros, hijos de un pueblo recostado en la orilla del río.
Mi pequeña pero insuficiente venganza era hablarle de víboras. Un Primo de Buenos Aires es alguien que cree que los pueblos del interior están poblados de víboras, y que cada tanto uno se encuentra a un humano. Era cuestión de verlo cerca de un tronco o un yuyal para decirle “mirá que ahí matamos una víbora la semana pasada” y se lo veía saltar y correr lloriqueando a contarle a su mamita que el primo lo estaba peleando.
Cuando cumplí nueve me propuse matar a mi primo de Buenos Aires para que ya no viniera en la siguiente navidad. Pero para eso tenía que practicar ¿cómo? con el primo de Buenos Aires de otro. De mi vecino, se me ocurrió. Ya lo tenía fichado: gordito, pálido, con rulos, voz de idiota.
Era verano y todas las tardes nos juntábamos con los chicos del barrio a jugar al fútbol, y los que tenían primos de Buenos Aires en sus casas eran obligados por sus padres a sumarlos a juego.
El lugar era un campito lejos de la vigilancia de los adultos, ante la imponente presencia de un fenómeno poco conocido y muy temido por los primos de Buenos Aires: Un zanjón. Agua  negra que despedía olores nauseabundos, cubierta de camalotes y plantas acuáticas, bolsas de basura, una heladera o cocina oxidándose a medio sumergir, un perro muerto e hinchado, tal vez.
Cuando el partido terminó (¿a quién le importa el resultado?) nos quedamos los casi treinta chicos haciendo cosas de chicos: Tirar piedras, empujarnos al barro, decirnos cosas denigrantes sobre nuestras respectivas hermanas, etc.
Le grito al primo de Buenos Aires de mi vecino:
"¡Ahí va! ¡Ataja, gordo!" y le doy un exagerado puntinazo a la pelota que voló y fue a parar al zanjón. Y seguí "Mirá lo que hiciste, gordo. Te dije que la atajaras. ¿No tenes orejas? Ahora me acompañas a sacarla del agua" Le dije de todo mientras caminábamos hasta el zanjón.
Cuando llegamos a los hormigueros del borde nos quedamos unos segundos en silencio, mirando la pelota fija entre unos camalotes.
"Y bueno, gordo, dale, anda a buscarla. No, no es profunda, dale. ¡Te digo que no, que no te va a pasar nada, que yo siempre bajo y la busco cuando se cae! No, yo no. Te toca a vos porque fue tu culpa. Claro que fue tu culpa, gordo, si yo te dije que la atajaras y no lo hiciste. Mirá, anda a buscarla o te parto la cabeza." Se le notaban las ganas de llorar. Despacito se sacó las zapatillas. Yo me empecé a reír, creo que de nervios.
Primero metió un pie; la cara se le torció del asco. se dio vuelta a mirarme como pidiendo piedad. "¿Sos una nena, gordo?" Negó con la cabeza. Entonces metió el otro pie. Dio otro paso. Tembló un poco. Dio un paso más y ahí la zanja se volvía abruptamente profunda. Resbaló y se hundió. Desapareció entre los camalotes y el agua negra, tirando manotazos. En un momento emergió la cabeza, con los rulos achatados y pegoteados y llenos de basura. Pero inmediatamente se hundió de nuevo. Al rato creí ver una mano agitada, pero no sé. Después todo fue quietud.

HERNANDO

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