Anatomía de los gallineros (La historia de mi perro Adoquín)
Recuerdo
que mientras desayunaba pasé cerca de veinte minutos examinando el gallinero
del vecino por la ventana. Qué cosa más monstruosa. El gallinero en general. O
sea, los gallineros. Esos ingenios compuestos de chapas viejas y tejidos de
alambre fino son como una herida en las casas, y por más experta que sea la
mano del que los construye, son imposibles de disimular. Porque el gallinero se
hace ver, y se hace oler. Es una ruptura en el orden de una casa. Es anarquía,
es caos. Eso es, el gallinero es caos, es la mejor metáfora para el caos.
Y
claro, esas monstruosidades estaban en boca de todos, en los diarios y en la
radio, porque por una nueva ordenanza municipal ya no podían tenerse más
gallineros en el centro. En mi barrio a nadie se le cayeron los anillos, porque
esto no es el centro, claro. Esto es el borde, la periferia, lo suburbano, o
semi rural, lo invisible, lo nebuloso, la barbarie, etc.
Y
las consecuencias de la ordenanza habían sido diversas. Algunos de los
afectados decidieron deshacerse de las pobres aves de corral, comiéndolas.
Otros, decidieron regalarlas a algún pariente que tuviera casa en algún barrio.
Ese es el tema. En mi barrio ya había muchos gallineros, pero después de la
ordenanza que los condenó al ostracismo, se sumaron unos cuantos más a los que
ya de por sí perfuman las calles cercanas.
La
puerta se abrió detrás de mí y yo ya sabía que era Adoquín, mi perro, que venía
a comerse los pedacitos de pan que yo ya le había tirado en el piso de la
cocina. Pero volteé espantado porque junto con él entro algo horrible: Un olor
nauseabundo, medio dulzón, agrio, amargo, todo junto.
“Adoquín,
hijo de puta” fue lo único que le pude decir. Quiero aclarar que no era olor a
mierda, no. Era algo peor, sin duda.
Él
estaba como si nada. Fue el mismo Adoquín de siempre. Se acercó moviendo la
cola, me saltó con las patas delanteras, frotó sus pelos marrones por mi pierna
esperando una caricia en la cabeza, una palpada en la espalda. En su lugar
recibió un “¡Fuera!” y una patada que lo hizo salir por la puerta de atrás
encogiendo la cola de forma cobarde.
Cerré
la puerta con un empujón y comencé a perfumar la cocina con desodorante de
ambiente, velas aromáticas, sahumerios, y cuantas porquerías para olor encontré
en la cómoda arcaica que había sido de mi abuela, en paz descanse. Mi abuela.
La cómoda está bien, todavía la uso.
Enseguida
de eso me preocupé por Adoquín. ¿Y si estaba enfermo, pobrecito, y por eso olía
tan mal? ¿Y si se moría? Sumado a eso, ya me sentía culpable por haberle dado
esa patada. Miré por la ventana y ahí estaba, echado abajo del limonero, pero
cuando me vio se incorporó de toque y vino moviendo la cola y saltando. Los
perros perdonan fácil. “Te voy a llevar al veterinario, Adoquín. Vas a ver que
te voy a salvar la vida”.
A
Adoquín las correas le eran completamente extrañas, desconocidas, ajenas a su
mundo, y también le eran indiferentes. Aunque lo llevara atado, él se movía
hacia todos lados, interactuaba con otros perros, meaba en los árboles, le
ladraba a las ruedas de los autos, se quería meter en las carnicerías, todo
como si la correa no le significara nada. Yo hubiera deseado que fuera más
larga, así me ahorraba un poco del olor espantoso que Adoquín repartía a todo
aquel que tuviera nariz.
Por
supuesto que no lo entré a la veterinaria porque en la salita de espera había
otras personas, con sus respectivos gatos y perros, de los cuales ninguno
despedía olor nauseabundo. Lo até a un arbolito y entré.
Me
atendió una muchachita vestida de enfermera de clínica. Le dije que necesitaba
al doctor. Me dijo que estaba ocupado en ese momento, que tenía que esperar. Yo
le respondí que era una emergencia y que mi perro podría llegar a morirse si no
lo veía un profesional. Ella torció la cabeza llena de invisibles que le
apretaban el pelo, y miró por entre las letras de la vidriera.
Me
dijo que mi perro se veía perfectamente bien. Yo me di vuelta instintivamente,
como para corroborarlo. Claramente adoquín se veía bien, pero tuve que
explicarle a la enfermera que mi pobre perro olía muy mal y que tal vez se
estaba muriendo.
Ella
suspiró, meneó la cabeza, chasqueó la lengua y se sacó los guantes de látex de
un latigazo, todo en un mismo instante. Rezongando en silencio salió de atrás
del escritorio y me dijo que la siguiera. Afuera se puso a hablarle a Adoquín
como si fuera un nene de un año.
-¿Cómo
se llama?-me preguntó.
-Adoquín.-
-Adoquín
está bien. Ese olor que sentís vos es de cuero y carne podrida de vaca. Los
perros tienen la costumbre de revolcarse en los restos putrefactos de las vacas
muertas.-
-¡¿Y
por qué hacen semejante cosa?!-
-Para
ellos es como perfume. Bañalo y se le va a ir. Pero seguro va a volver a
hacerlo.-
Esa
es la historia de cómo aprendí que los perros se revuelcan en cosas podridas.
Pero no era eso lo que quería contar, claro. A la vuelta de la veterinaria
pasamos por las típicas casas cercanas a la mía. La de Harry (Se hacía llamar
Harry, y andá a saber cuál era su nombre), la de Cesar que era de un ridículo
color verde agua (la casa, no Cesar), el kiosco del gordo Abelardo, y bien en
la esquina, la casa con patio grande lleno de leños desparramados, en la que
vivía don Gavino. Era un viejo de orejas colgantes y la nariz gigantesca,
poceada y roja. La casa era tan vieja como el dueño. El dueño era tan solitario
como yo. Estaba sentado en un tronco rodeado de los restos peludos y
sanguinolentos de una res. La boina echada para atrás y la bombacha manchada de
sangre, como siempre. Con una mano sostenía la pata del animal, con pezuña y
todo, y con la otra el cuchillo de despostar que manejaba de manera experta.
Gavino era jubilado del matadero. Odiaba los cuchillos desafilados y los perros
desobedientes. También los curiosos.
Los
hijos de Gavino eran expertos carneadores de reses ajenas, y usaban la casa del
pobre viejo como aguantadero. El viejo despostaba lo robado, era lo que sabía hacer
desde siempre, pobre.
“¡Adoquín,
vení para acá, hijo de puta!” le grité cuando vi que encaraba para la casa de
don Gavino. Y ya se escuchó un “¡Juera!” del viejo. “Se la pasa acá este” me
dijo con tono amistoso “Mascando cuero y revolcándose en la osamenta”.
A
los días me enteré que los hijos de
Gavino cayeron al fin en la cuadrada. Perdón, estaban presos. El viejo se quedó
sin nada que carnear y ya no lo vi sentado en el patio. Se guardó por varios
días.
Una
mañana volví a entretenerme mirando el gallinero del vecino, pero esta vez no
su morfología sino sus habitantes. “Que bichos de mierda” pensaba, textual.
Recordé
que una vez cuando era muy chico me llevaron al campo y yo quedé maravillado
con todos los animales. No me privé de nada: Me corrió una vaca (que no me
corrió, sino que se acercó porque son bichos muy curiosos y yo huí despavorido)
Un tero me sobrevoló de forma rasante (porque pasé caminando cerca de su nido)
Los chanchos me aturdieron, me topó el carnero y me meó un zorrino. Si hubiera
habido un elefante me pisaba, seguro. La nota de ternura, belleza e inocencia
la pusieron los pollitos. Yo los vi venir y me encantaron. El dueño de casa
(hijo de puta) me dijo “Agarrá uno si querés”. Era una trampa. Apenas agarré un
pollito chiquito y lindo la gallina madre me atacó, y me atacó feo. Gritando,
agitando las alas, con las patas para adelante. No me olvidé más.
Pensaba
en eso cuando Adoquín entró a la casa llevándose todo puesto y derribando sillas,
como siempre. Dije su nombre a medias, putié a medias, lo eché a medias, porque
antes de lograr a articular una frase volvió a golpearme un olor putrefacto.
Pero no era el mismo de la otra vez. “¿Qué hiciste, loco?” El hedor era como
¿nueces podridas? Algo así. “Te volviste a revolcar en esa porquería, hermano,
me tenes harto”.
Fue
al otro día que encontraron muerto al viejo Gavino. Llevaba fallecido varios
días. Su hija llorando me dijo “Se murió solo por culpa de mis hermanos. No se
aguantó las malas noticias, se dejó morir. Pobrecito, que final miserable.
Hasta encontramos un charco de meada y pelos de perro en su cuerpo”.
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