Invocación al Leviatán.
I
Al mediodía sonaron los fusiles en la Plaza de la Victoria ajusticiando a los responsables de la masacre de Barranca Yaco, ante la vigilante mirada del cabildo.
Antes que la descarga, sonó un trueno cuyo estruendo reverbera en la historia de esta tierra hasta nuestros días. Era la voz de Santos Peres, condenado por el asesinato de Facundo Quiroga, el tigre de los llanos.
“Rosas es el asesino” grita, y al instante su voz se apaga y sus ojos se nublan cuando el plomo le rompe la piel.
El fusilamiento fue orden de Juan Manuel de Rosas, el Restaurador, que un día fue el estanciero más poderoso de Buenos Aires, y otro día fue el hombre más poderoso de la Confederación. Políticos y estudiosos de todo el mundo se vieron atraídos por el magnetismo de su persona. Los muchachones de su época lo vieron como un hombre valiente y rígido, las mujeres notaron su elegancia y gracia al bailar.
II
Pareciera que algún genio maligno de la pampa ha poseído los pechos de la nodriza que amamantó a Juan Manuel y a Juan Galo. Había en esa leche grandeza, soberbia, acero, fuego e implacabilidad. En ella estaba escrito el fatal destino de Dorrego, Facundo Quiroga, Camila O’Gormam, el general Maza y su padre…
De Juan Galo Lavalle se dirá que durante su gobierno, sus secuaces ataron gauchos a las bocas de los cañones y dispararon sus entrañas por los aires.
De Juan Manuel de Rosas, que los suyos, los mazorqueros, cortaban cabezas y las paseaban en carretas para que el pueblo las viera.
El destino de la nación los enemistó, para enseñarnos que en ambos bandos habitaba la vieja costumbre de tratar con brazo de acero a los enemigos, traidores y detractores.
Lavalle hizo numerosos intentos de juntar un ejército para derrotar a su adversario que se había instalado en el poder de Buenos Aires. Habla con unitarios exiliados, con opositores y con franceses que han venido con sus naves a bloquear el Río de la Plata. Se lanza al ataque, pero falla y es derrotado. Alguna vez fue un héroe. Hoy es un prófugo acosado por los fantasmas de sus víctimas, que huye hacia el norte donde encuentra la muerte, cercado por una partida federal. Un gaucho borracho dirá más tarde que aquella noche vio un fantasma surcando el lugar. A pesar de la reprimenda del cura párroco, los más supersticiosos dijeron que era el fantasma de Dorrego.
Rosas despierta. Todo se mueve a su alrededor. Da la vuelta y vuelve a dormir, esta vez pensando en Manuelita y en su amada Encarnación que lo sigue aconsejando y cuidando desde el más allá.
III
Dicen que Rosas varias veces entró a caballo a Buenos Aires, rodeado de sus peones, que se mesclaron con el gauchaje local y bebieron caña en las pulperías, y narraron hazañas de su patrón. Decían de él que era un domador de potros, que peleaba contra indios endemoniados. Juan Manuel de Rosas se erige así en líder de esa indescifrable raza de guerreros de las pampas, que siempre están bajo el cielo en los campos donde aun no se han marcado los caminos, que frecuentan las postas y pulperías, y que han tenido la precaución de dejar de existir para no ver la transformación final de estas tierras, devenidas en cachorros de la Europa moderna.
Tiñó de rojo federal o sanguinolento toda la ciudad. Amansó a Quiroga. Respondió con facones y horcas las ofensas que ciertos intelectuales plasmaban en sus libros y panfletos. Matreros pendencieros apagaron con sus armas ideas no menos bárbaras que el facón, la tacuara y el poncho. Ellos conmocionaron la historia sin saberlo, trabajando para otros.
Rosas, como los césares, presenta su renuncia a los legisladores, quienes sospechan que aquello no es más que una maquinación de falsa de humildad, y por ello no la aceptan.
Lo odiaban algunos, lo amaba el populacho.
Las damas distinguidas de Buenos Aires son responsables de los desfiles de carretas que ostentan retratos del Restaurador. Junto al altar de la iglesia también se ve su imponente estampa. Los pregones de los vendedores y los serenos santifican su nombre y el de la Confederación. Todo en Él es profanamente sagrado.
Son épocas de espanto y gloria como ya no se verán.
-Necesito agua.- Le dice Juan Manuel a la oscuridad de su camarote.
Una mano que parece amiga le acerca un poco. Tal vez el agua esté envenenada, y esta sea la última de una larga cadena de traiciones que precipitaron su caída. No le importa. La bebe y vuelve a acostarse con los ojos cerrados, buscando el sueño reparador.
IV
La ciudad de Buenos aires presentaba un empedrado débil más polvoriento que firme. Los niños jugaban una tarde delante de una linda casa, cuando uno de ellos rió aplaudiendo el espectáculo pintoresco que avanzaba por la calle. Gracioso para los niños, grotesco para algunos mayores, Eustevio de la Santa Confederación, el bufón de Rosas, camina con su sombrero de tres picos curvos, escoltado por soldados de rojo, sables y facones en mano. Pobre de aquel que no aplauda su figura, adornada con chaqueta federal y espada de juguete. Trae noticias sobre fusilamientos y ordenes de confiscaciones que serán ejecutadas a la brevedad. “Viva la Santa Confederación” grita al final.
El arlequín reparte divisas federales entre los niños y les incita a gritar “Mueran los salvajes unitarios” lo que es acatado con entusiasmo por aquellos inocentes rapaces.
Así funcionan aquellos tiempos en Buenos Aires: Una aterrada mulata lavandera denuncia entre lágrimas que su patrón cada tanto reúne en su casa un grupo de salvajes unitarios. Por la noche la mazorca irrumpe en su casa, degüella al desgraciado y cuando amanece su cabeza está expuesta en la plaza de la Victoria.
Un amigo del degollado, temeroso por su vida y la de su hija, pide a un doctor amigo que falsee documentos para que en ellos figure que le recomienda ir a vivir a las sierras. Con esta excusa pretende huir del terror que se cierne sobre Buenos Aires. Es descubierto el día que ha elegido para partir y es masacrado delante de su hija. La muchedumbre observa su cadáver colgado y se lanza al saqueo de su casa.
Rosas, pasea del brazo de manuelita entre los naranjos de su mansión en el norte de Buenos Aires, con un país en su cabeza y su corazón que es muy diferente al que presenta la realidad. Pero despierta envuelto en sudor, rodeado de oscuridad. La mano herida, entumecida, late con intensidad y dolor. Suspira y vuelve a dormir.
V
Los vapores del emperador brasileño ayudaron a cruzar el Paraná a las tropas del ejército que el mismo Restaurador había equipado para la guerra, y que ahora ha de volverse contra él, ha de vencerlo y echar por el suelo su obra y gloria. Por la mano de gauchos sucios y cansados por un largo viaje moriría, tiempo después, el jefe de ese ejército.
El duro sol de febrero fue el testigo de la huída desbandada de las tropas de Rosas ante la infantería uruguaya y la caballería entrerriana. Hicieron falta veintiocho mil hombres para derrotarlo, entre gauchos hilachentos con divisas federales y soldados orientales vestidos a la moda militar de parís. Urquiza, de poncho y galera, quería sintetizar las dos caras de su ejército, mostrarse como el líder de los gauchos que vive en un palacio.
Sabrá Dios el regocijo que sitió Sarmiento al profanar la morada, el escritorio y la pluma del Restaurador, que con la caligrafía de una mano herida en combate ha escrito su renuncia antes de huir.
Rosas despierta envuelto en sudor frío. Está mareado. El barco insiste en su balanceó nauseabundo. Va camino al exilio. Desde su mansión en Buenos Aires, desde aquel navío británico, desde Southtampton, Rosas ha asistido y asistirá como sumo sacerdote, a la invocación de un viejo dios acaso inmortal, que ha convivido con los hombres durante miles de años y que le ha exigido a esta pobre raza de mortales sacrificios de sangre, sudor y lágrimas. Un nuevo demonio monstruoso ha nacido y ha posado sus zarpas sobre
estas tierras del sur. Un nuevo Leviatán ha venido para quedarse.
Hernando
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