El Alesi (deformación del Aleph)



Ayer el Alesi sacó un desvencijado sofá viejo y sucio del galpón de su casa y lo llevó a la esquina del barrio, ahí donde los pibes pintaron el logo de Los Piojos.
Cuando pasé para la facultad lo vi sentado en el sillón, tomando vino con gaseosa en una botella cortada, pero hice como si no lo hubiese visto, o como si no viera nada, como si viniera metido en una nube, o como si fuera invisible, no sé. De todos modos no dio resultado y me terminó pidiendo, casi exigiendo, el cigarrillo obligatorio de cada vez que paso.
Finalizada la transacción, el muy ladino me puso a prueba ofreciéndome un trago. Mi respuesta lo desorientó. Acepté. No solo agarré la jarra, también me senté sobre la cuerina seca y rota y los resortes dañinos del sofá. Dejé los libros al lado y apuré la bebida como si el vino no fuera agrio y el jugo no fuera de guaraná o mango, o una de esas porquerías dulces hasta lo ridículo.
Miraba el fondo de la jarra improvisada en una botella plástica de gaseosa mientras escuchaba al Alesi burlarse de que yo nunca iba a la cancha, cuando el tiempo se suspendió. Como si fueran balas disparadas de la ametralladora de un loco, un millón de imágenes inconexas llegaron a mi cerebro aunque creo, no lo hicieron a través de mis ojos. El vino me mostró todos los lugares del Orbe sin confundirlos. Vi millones de actos deleitables o atroces. Vi el pulposo mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una calle en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi un dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa en el mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino (No he explicado quienes son, ni lo voy a hacer), vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi al Alesi, desde todos los puntos, vi en el Alesi la tierra, y en la tierra otra vez al Alesi, y en el Alesi la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-¡Señor, no se lo digo más! ¡Documentos por favor, y contra la pared!- Dijo una voz aborrecida y autoritaria.
Fogonazos de luces azules me fueron golpeando hasta que volví en mí. Dos policías me miraban desde la lancha mientras otro de ellos me sacudía estirándome la remera. Los vecinos se asomaban por las ventanas y puertas. El Alesi había desaparecido. La jarra estaba tirada y mis libros manchados con vino. En ese momento concebí mi venganza.
En el patrullero, en la mesa de entrada, en el calabozo, me parecieron familiares todas las caras. Por suerte pude dormir, aunque apoyado en el suelo frío y áspero del calabozo, y acá estoy, ya sin cigarrillos, esperando que se hagan las seis de la tarde para salir y volver a mi casa, que es un lugar similar a este.

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