Después de Cristo, Antes de Arturo.



"Mine is the Earth and the sword in the stone" 
Crownless. 
Nightwish.
Partí de la tosca y húmeda pobreza de mi aldea hacia el este, hacia el embravecido mar que separa a mi gente de los saqueadores y piratas que tienen sus dioses en Upsala. No hubo puerto ni embarcadero; los paganos me sacaron a la mar en sus serpientes de madera que surcan las aguas y cortan las olas con imponentes velas negras, y me depositaron al este, allende el mar, en la playa en la que el rey Agislao había ahogado a sus hijos.
Dibujé mis fatigados pasos por ciénagas y selvas. Formé parte de las caravanas que trajinan en las calzadas abandonadas que construyeron los romanos, y que descansan a la sombra de las montañas. El tiempo me obligó a asesinar a un hombre justo y le robé el caballo.
Recorriendo pequeñas aldeas de granjeros y pastores, o grandes ciudades pobladas de torres grises y rodeadas de altas murallas, noté que el idioma de las personas cambiaba unas cuatro veces.
La falta de un mapa me hizo errar un tiempo hasta que volví a hacerme a la mar con unos comerciantes que navegaban bajo el estandarte de la cruz.
Tocamos cuatro puertos, pero me despedí de la tripulación recién al llegar a una isla cercana a donde se dice, nació el Cristo, el dios crucificado de los cristianos que predican que solo hay un dios en el mundo y que aborrecen del culto a la Madre.
El puerto, ubicado en una bahía entre las montañas, estaba abandonado hacía algún tiempo porque un temblor de la tierra y unas olas implacables, fruto de la última ira de los viejos dioses, lo había destruido.
Un anciano ciego sentado en una columna derrumbada y llena de moho me indicó el camino fangoso que debía seguir hasta el templo. Había pasado un infinito tiempo desde mi partida, y yo ya no sabía si era viejo o joven, o si seguía siendo necesario cumplir mi misión.
Unas cuantas noches después entre en la pequeña choza erguida de manera un poco pobre sobre una altura rocosa y cubierta de nieve. El frío era espantoso pero yo ya estaba acostumbrado a sobrevivirlo. Antes de entrar había escondido mi espada entre la nieve, pues es sabido que no se debe entrar armado a los lugares sagrados.
Frente a mí estaba la mujer, el oráculo que yo había estado buscando por mar y tierra, y por el que había matado y casi muerto innumerable veces durante el viaje. Su piel era negra y su cabeza estaba rapada. Sus brazos estaban colmados de pulseras de oro, que eran ofrendas de los viajeros de todo el mundo. De sus orejas colgaban pendientes con joyas incrustadas, al igual que de sus oscuros pezones, que le habían dado dulce leche a incontables generaciones de niños. Las serpientes, los lobos, los hombres de mal genio, y la inclemencia del viento, el frío o el mar, no habían podido frenar mi determinación de cumplir mi tarea, de encontrar a aquella mujer.
Había otros hombres sentados en el suelo, mirando hacia el altar, que habían llegado hasta allí al igual que yo, buscando sus destinos. Hombres de las islas donde se siembra sobre el barro; hombres del desierto que comen serpientes; hombres que habitan coloridas cuevas en las montañas más peligrosas; hombres de los puertos más concurridos.
Uno me llamó la atención. Dudé de que fuera él. Me acerqué en silencio mientras todos me ignoraban. Vi sus ojos y sus tatuajes; era un joven Sajón de sangre noble que había combatido al frente de un regimiento que se batió y puso en fuga un puñado de hombres azules que habitaban un bosque cercano a mi aldea.
Un enano comenzó a golpear suavemente el cuero de un tambor; el sonido parecía venir de otro tiempo. La mujer-oráculo comenzó a cantar con voz de madre de todos los hombres.
La canción decía así.

Una esclava camina por un estrecho sendero.
A un lado tiene el abismo y al otro la casa de sus padres.
Le persiguen demonios de ceniza y hueso.
El cielo se ha tornado rojo y el sol se ha convertido en piedra.
Hace tiempo el fuego quemó sus ojos.
Hace tiempo en sus pies se dibujaron úlceras.
Sus huesos se asomaron por encima de sus carnes.
Cree que ya no habrá mañana.
Su dolor la lleva frente a la divinidad sin carne.
Su rostro sin forma es todo luz.
Algo sucederá ahora que las palabras se han fundido

El tambor cesó al mismo tiempo que la voz de la sacerdotisa y el silencio quemó el aire. Las antorchas chisporrotearon dentro, y afuera el ruido del viento se transformó en un llanto melancólico y en el cercano aullido de un lobo solitario. El Sajón se puso de pie y salió a la noche. Lo seguí. Desenterré mi espada de la nieve y me arrojé sobre él.
-Sabes bien por qué estoy aquí.- le dije.- Dime cómo termina la canción.- Aun con la garganta amenazada por el filo, contestó con toda tranquilidad.
-No lo sé. Nadie lo sabe.- Me aleje unos pasos a toda velocidad y bajé la guardia, pero no envainé mi espada.
-Vete.- le dije en un tono entre suplica y orden.- Regresa a tu tierra y cumple con tu destino. Nunca olvides tu destino, Uther Pendragon.-
-Tú tampoco, Merlín.- me contestó, y fue como un trago de agua limpia y fresca.
-Cuando volvamos a vernos seré más joven que tú, y tú más viejo que ahora.-profeticé. Se encogió de hombros como si aquello le importara poco y no le maravillara.
-Sobre el final de la canción… - me dijo.- algunos dicen que Dios se arrodilló ante esa esclava que llegó al cielo caminando, y le pidió perdón.- Dicho esto sonrió, se envolvió en su capa y se perdió en la noche.

Volví a la choza donde solo había quedado la mujer oráculo meditando en el altar, rodeada de ofrendas. Era hora de cumplir mi misión y hacer aquello por lo que tanto padecí en el tortuoso camino hasta aquella isla. Desenvainé mi acero frente a la sacerdotisa; de un golpe le abrí el vientre y con un segundo golpe la decapité. Se mantuvo en silencio mientras la atacaba. Luego el torrente de sangre me impresionó. Su cuerpo se retorció sin cabeza, como le ocurre a las serpientes. Sus ojos completamente negros se gravaron en mi recuerdo y me estarán mirando por toda la eternidad.

HERNANDO.

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