Cosas que uno aprende después de caer muerto.



Estuvimos media hora o cuarenta minutos esperando a Croma en el galpón. Yo no lo conocía. Después me di cuenta de que ese apodo era un poco cruel, ya que tenía el cuello y parte del rostro cubiertos de retazos de piel acaramelada y arrugada. Cuando caímos presos me contó que, en efecto, había sido un sobreviviente de aquella fatídica noche del treinta de diciembre de 2004. Todos coincidían en que ya estaba loco desde antes del incidente. Era fanático de lo paranormal. Para él, la ufología, el espiritismo, los egipcios o Nostradamus eran igual de interesantes.
Hasta que llegó al galpón con su bolsito gris rotoso en el que traía las armas estuve en el coche con Charly, quien me tenía sinceramente cansado. Se la pasaba hablando de cosas. Quiero decir que sus charlas solo se basaban en objetos. Y era una constante de él explicarte por qué tenía lo que tenía, y no tenía algo mejor. Por ejemplo, un rato antes, en su departamento, le dije:
-Te compraste un lavarropas nuevo. Qué bueno.-
-Sí. Me salió diez mil. Me iba a comprar uno de catorce, que es mejor, pero me dije “no, ¿Para qué? Si soy solo y con este voy a poder manejarme.- Siempre dejaba en claro, al hablar de su mesa, su ropa, su departamento, que no tenía algo mejor solo porque no quería. Creo que era así, volcado a lo material, a causa de su fealdad. Era feo Charly. Tenía una horrible cicatriz que le unía el labio superior con la fosa nasal, y los ojos saltones los tenía tan separados que daba la sensación de que podía vigilar sus flancos sin problema alguno.
Con Croma callado en el asiento de atrás y Charly diciendo que su auto no era más nuevo porque de todas formas para ir y venir al taller con ese le bastaba, nos fuimos a reventar el minimercado chino de la avenida Irazusta.
Una vez presos Charly se fue alejando de a poco de nosotros y yo me hice mucho más amigo de Croma, que leía las manos, hablaba de los astros y se boxeaba con los cobanis como si fuera un dios de la guerra. Pero ese día los tres sabíamos que teníamos que estar unidos, y adentro del minimercado los tres teníamos que actuar como si fuéramos uno solo.
Reemplazamos el “Buenas tardes” por “Tirate al suelo, hijo de puta” y “La caja, la caja, abrí la caja”. Desde atrás del mostrador el chino con cara descompuesta me miró como pidiendo ayuda, hasta que le mostré el fierro para que viera que yo también formaba parte del triunvirato calamitoso que irrumpía a los gritos en su negocio. De acuerdo al plan, yo recorrí rápido las góndolas buscando entre los clientes a ese que siempre se hace el superhombre. Nada. Dos viejas llorando y un gordo pelado con una espantosa chomba a rayas, que cuando nos vio casi se mea del miedo. “¡Al suelo!, ¡al suelo!”.
Después todo se precipitó. Escuché el silbido que anunciaba la retirada y corrí hacia la puerta. Lo siguiente pasó todo al mismo tiempo. Es que en realidad, para el que cree en la eternidad, todas las cosas del universo pasan al mismo tiempo; pero eso lo sé ahora, que estoy muerto y ya tuve una charla con el que manda, el que explica todo. Al otro lado de la puerta, bajo el sol de la calle, vi la ventana de la chevy, que yo había dejado con el vidrio bajo para poder entrar de un salto. Pero también vi los uniformes de dos policías que llegaban corriendo en dirección contraria. Nos cruzamos con ellos en la puerta, a toda velocidad. ¿No se dieron cuenta de que éramos nosotros los ladrones? Digo. Veníamos con un bolso lleno de guita y armas en las manos. Fue rápido y muy gracioso. No tuvieron tiempo de sacar cuentas. Entraron corriendo y pasaron derecho hasta la caja pensando que nosotros estaríamos entre las góndolas.
Pasé derecho por la ventana y me partí la frente con la palanca de cambio. No es algo que volvería a hacer, pero no puedo dejar de hacerlo. Tardé dos segundos en revolverme, darme vuelta y quedar sentado de forma normal. Mientras Croma y Charly se subían, miré de nuevo al minimercado. El chino. Se asomaba su cabeza despeinada y su camisa transpirada. Daba gritos parecidos a los de un personaje de animé enojado. Traía en las manos una matraca antidisturbios calibre doce, cuyos terribles embates volvimos a probar cuando estuvimos en el penal.
El escaparate del local, dos bolsas verdes de basura, la vereda desportillada de baldosas, y cuatro o cinco personas nos separaban de su escopeta. Pero tiró igual. El estampido nos sacudió. Una lluvia horizontal de perdigones barrió el lugar. Algo me rozó el pómulo y cuarenta segundos después llegó el ardor, aunque en realidad, todo ocurrió al mismo tiempo. En ese momento yo no lo sabía, pero ahora no dejo de revivir aquello, y el día en que nací, el de mi muerte, el día que por primera vez toqué una teta. Todo pasa al mismo tiempo.
Gritos. Gente retorciéndose en el suelo y el motor del chevy[1] que rugía alejándonos de la escena, como si eso fuera posible. Vi, o todavía veo, en el retrovisor astillado del lado derecho, que los canas estaban reduciendo y esposando al chino. “¡Te sangra la cara!” gritaba Croma.
Alucinante. Todo Salió bien. Después metimos la pata, y ya saben. Caímos en cana. Nos comimos un tiempo en la cuadrada. En el pabellón nos decían “los caritas”, imaginate. Yo con el pómulo deformado, Croma con la cara quemada, y Charly que ya era feo, muy feo, de nacimiento.
Después salimos y al tiempo me mataron.
Pero lo importante es lo que aprendí ese día, que es este día y todos los días. Porque cuando uno es una presencia incorpórea que no puede ser linda ni fea, buena ni mala, lo único que le queda es aprender. Aquellos hechos no solo pasaron todos al mismo tiempo, sino que además, nunca dejaron de pasar. Nunca no pasaron. Es difícil, Él lo explica mejor, y tiene más paciencia. Yo todavía no me acostumbré a ser eterno.  


HERNANDO
  
 
  





[1] O Torino. Porque en el cielo de los cielos de los cielos, todos los autos son un solo auto.

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