LA FLOR DEL MBURUCUYÁ.



Es la flor más rara y linda que he visto en toda mi vida.
Cuando fui chico, en las veredas de mi infancia solían crecer en enredaderas que se formaban en los frente de las casas, y se habían convertido en una parte fundamental de mi juego Favorito. Yo las cortaba y las transformaba (imaginariamente) en naves interplanetarias (Quien las haya visto sabrá que su forma ayuda a imaginarlo). 
Jugaba toda la mañana y la tarde a que eran platos voladores que se hacían la guerra o recorrían el universo, y luego las guardaba para poder seguir usándolas mientras durara el hermoso color y la extravagante forma.
Los demás chicos del barrio se negaban a jugar con esas flores alegando que eran venenosas, haciendo eco a los cuentos tradicionales que contaban las doñas del barrio.
Yo nunca me lo creí, y hacía alarde de mi valentía y de mi racionalidad y escepticismo ante el mito del veneno de la flor, aunque después de jugar con ellas, en secreto me lavaba las manos con abundante agua y jabón (para asegurarme) y para no pasar a ser ese niño que murió envenenado que ponen como ejemplo cuando advierten sobre el peligro que representan las flores del Mburucuyá. 
Una tarde en la que jugaba en la vereda discutí con Luisito, que en aquel entonces tenía nueve años (uno más que yo). El sostenía en forma de burla que yo esa misma noche moriría envenenado. Y fue así que utilicé por primera vez el viejo y deleznable truco de reforzar los argumentos con los puños. 
No me fue tan mal: Un ojo morado y dos botones menos en la camisa. Contra la boca partida y la ropa embarrada de Luisito. Negocio. 
Aunque mi vieja me castigó, yo sé que valió la pena limpiar el buen nombre de mis amigas, las flores de Mburucuyá, aunque a trompadas fuera. 

Aún con la boca partida Luisito no entró en razón y creyó que eran venenosas hasta el último día de su corta vida. Luisito creyó en los cuentos tradicionales que contaban las viejas del barrio, y creyó en un veneno ficticio que nunca existió, pero no creyó en lo que el mundo decía acerca de la fatalidad de las cosas que realmente envenenan. Eligió ese camino y murió joven.
Al crecer aprendí que el nombre de aquellos platos voladores era Passiflora edulis, y que el mito de su veneno provenía de las propiedades sedantes que tiene su infusión.

Pero a pesar de la rencilla y los machucones dedico este recuerdo a Luisito, con quien compartí innumerables juegos en la infancia, que atesoro y atesoraré siempre en mí.
HERNANDO

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