La culpa de los tontos
Los que
trabajaron y vivieron en la estancia La Laguna en el cuarenta y tres se deben
acordar de la vez en que el dueño, el patrón, don Esteban Méndez Cuesta, se fue
a la hora de la siesta hasta la lagunita que le daba nombre a la estancia, y se
subió al botecito de paseo de doña Valeria Lujan de la Rosa, su esposa. Ella se
quedó desesperada, gritando mientras él se alejaba a caballo hacia el puesto
número dos, que estaba a casi una legua del casco principal.
Cuando
Mercedes, una de las tantas cocineras de la estancia, escuchó los gritos,
atravesó a paso largo la pista de aviones en la que habían aterrizado numerosos
magnates extranjeros, ministros de economía y hasta dictadores. Dentro de la
espaciosa sala repleta de cristalería, pieles de animales exóticos y relojes de
pared, encontró a doña Valeria arrodillada en el piso de costosa madera,
llorando y dando gritos. “Se lo llevó, se lo llevó” repetía “lo va a ahogar”.
Eso era
alarmante porque algunos peones decían que don Esteban había ahogado a su hijo
Gonzalito, cuando era un niño, porque había nacido con una mancha demoníaca en
el rostro. Nadie lo sabía con certeza, pero era seguro que Gonzalito, de quien
no se conservaba ni una foto, no había llegado a cumplir un año de edad.
Mercedes tenía
tres hijas que tocaban el acordeón, pero tenían una sola que les había regalado
doña Valeria, así que se turnaban para hacerlo. En realidad solo la mayor y la
menor, porque la del medio ya estaba aburrida de ese ruidoso instrumento y
prefería jugar con los perros y con las muñecas que doña Valeria le obsequiaba,
a pesar de tener ya diecinueve años y estar ya en edad de casarse con Javier,
un peoncito de bigote pobre, que la pretendía hacía tiempo. La tontita (tonta
como su madre) estaba sentada bajo un eucalipto viejo hablando con su muñeca de
trapo cuando su madre apareció reventada de cansancio de tanto correr.
“¡Marianela! ¡Decile a Javier que lo pare!, ¡que salve al bebé!” fue lo que
dijo con su aliento entrecortado.
No hizo falta
que la tonta llevara el mensaje porque Javier estaba cerca, espiándola,
haciéndose el que sacaba agua de la bomba. “¡Ya voy, doña Mercedes! ¡Dígale a
doña Valeria que no se preocupe, que todo va a estar bien!”
El azar o el
apuro hicieron que Javier montara un caballo ajeno. Un moro nuevito que pastaba
tranquilo cerca del corral con recado y freno puesto. Javier agarró las riendas
de buen cuero que arrastraban por el suelo y de un salto ya estaba arriba y ya
se lanzaba en un galope desmedido, potente, incontrolable. Los que estaban en
el lugar vieron como de manera inentendible el animal se ganaba en un
bosquecito de pinos bajos. El peoncito asustado aguantó lo más que pudo el
azote de las ramas fuertes y cerradas, pero después cayó de nuca con el rostro
ensangrentado y un ojo salido.
Mientras se
alejaban los gritos de los peones que desesperados llevaban el cuerpo sin vida
de Javier hacia el casco, Marianela, se paseó un rato canturreando entre los
pinos con sus perros y su muñeca. En una rama encontró un pedazo de camisa
blanca, en otra sangre, en otra un mechón de pelo ensangrentado. “…y la Virgen
concebida sin pecado original” canturreaba, divertida. Y después, ya de regreso
a su casa, porque era la hora de la leche “Ven con nosotros a caminar, Santa
María ven”.
Los que
trabajaron y vivieron en la estancia La Laguna en el cuarenta y tres se deben
acordar de que después de Gonzalito, que
murió por la polio, Doña Valeria y don Esteban no tuvieron más hijos.
HERNANDO
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