Vengan a leer al viejo



Siempre hubo una biblioteca en mi casa; los libros jamás faltaron. El mueblecito casero me vigilaba desde el rincón del living, y me llamaba. Un día, no recuerdo en que año, tuve edad para que me dieran permiso y pude ojear los libros y leer los clásicos. Los leí con total inocencia. Jack London, Herman Melville, Homero, Dante, Esteban Echeverría. Pero no estaba Borges. ¿Por qué? no lo sé. Es algo que no quiero preguntar. Porque si la respuesta es “Porque era un viejo gorila”, “porque es inentendible” o simplemente “porque no me gusta” yo tendría que ahorcar a un familiar, con mis propias manos, en navidad, para hacer algo de justicia. Así que no sé por qué Borges estuvo completamente ausente en mi primera aproximación a la literatura.
En realidad, no él, Borges, si no su obra, porque yo no ignoraba su existencia. Porque en los programas de tv que se pretendían “culturales” siempre aprovechaban su retrato, (esa imagen de viejo ciego, macanudo, sabio, con una sonrisa impecable) aunque después no lo nombraran ni por casualidad. Mis profesores hablaban de él con admiración, le llamaban “el maestro”, pero lo tachaban de inentendible. No lo habían leído. Los viejos bolcheviques se tumbaban hacia el realismo mágico latinoamericano, al materialismo histórico, a otras delicias del espíritu que iban (si somos tan tontos de creer en esto que voy a decir, y yo lo era) en dirección contraria a Borges y lo que “representaba”. También lo vi a Borges en los anaqueles de un pequeño burgués insufrible, pedante, asesinable. “Del enemigo, el consejo” decía siempre un viejito que yo quería mucho, y de ahí desprendí una conclusión estúpida, porque en aquel entonces yo profesaba la estupidez mucho más que ahora (porque no lo sabía). “Si a este pelafustán le gusta Borges, seguro que a mi no me va a gustar”.

Pasaron los años y me hice mi propia biblioteca, mi propio canon, y mi propio altar. Como era de esperarse, Borges brillaba por su ausencia. Yo no me sentía digno, creo. Veía en él a una especie de dios que se había hecho carne y que (mirá si seré gil) había escrito su extensa obra para que solo unos pocos catedráticos e intelectuales la entendiera. Sin embargo, de a poco y sin saberlo, me acercaba a él. Su sombra gravitaba en todo lo que leía porque en aquel entonces yo ya opinaba, seguro, “literatura fantástica”. La verdad es que debería haber agarrado un libro de Borges y dejarme de romper los huevos. Pero no fue así. Era vago y cagón. Tenía apenas trece.
Pero ocurrió el milagro. La profesora de literatura pidió licencia y se borró. Creo que viajó a Grecia con un tipo de guita que conoció por internet. Su reemplazo fue una suplente jovencita, hermosa y con cara de hija de puta. A mí no me bancaba, no sé por qué. Si le preguntaba algo no me contestaba por más que me parara frente a ella.
Estábamos leyendo (mal) el Martín Fierro, que es obligatorio en la secundaria, y “analizandolo” si le podemos llamar así a la acción de buscar en un diccionario los significados de las palabras que no entendíamos. La hija de puta tuvo un momento de lucidez que me cambió la vida para siempre. Así que por más cara de orto y asquerosa que fuera conmigo, la quiero.
La tipa amplió la lectura de Martín Fierro llevando al aula “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” y “El fin”, dos cuentos de Borges que están directamente enraizados en el Martín Fierro. Recuerdo que los leí y dije KHEEE. No voy a explicar el significado y la monstruosidad de ese “KHEEE”. El que leyó a Borges sabe de qué hablo y el que no, salga corriendo a leerlo y sabrá de qué “KHEEE” hablo.
Entonces no pude parar. Corrí a buscar y devorar los libros de Borges. Arranqué, justo, con “El Inmortal”, que es, si se quiere, más complejo que los dos cuentos ya mencionados. Pero mientras lo leía algo me descolocó. ¿Qué era? una sensación de familiaridad. Era un laberinto que me parecía ya haber recorrido.
Me dije “Esta historia se me ocurrió a mí, antes”. Había en el relato pequeños detalles que ya estaban almacenados en mi mente y se desempolvaron a medida que los iba leyendo. Corrí a mis papeles que estaban amontonados en una caja rota en la esquina de mi pieza. Los revisé. Algunas hojas ya estaban manchadas por la humedad. Nada. Un horror. Ni cerca. Usted dirá ¡qué hijo de puta, que atrevido, que tarado! Todo eso junto. Sí. Es verdad. Pero juro que había algo familiar en el relato; como si estuviera reconociéndolo. Re conociéndolo.
Aunque estaba desesperado resolví continuar con mi vida. Dejé pasar los días, y afortunadamente me olvidé del asunto. Y seguí con “El muerto” y “Los teólogos”, etc. Pasó más de un mes…

Un domingo de tarde me bajé cerca de costanera y caminé hasta la casa de una amiga. Los dos teníamos resaca. Al lado de la computadora tenía desordenados un montón de libros y reconocí dos, que eran míos. Uno era Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K Dick. Y el otro era una antología argentina de relatos fantásticos. Era este último un libro viejo que yo conservaba de mi niñez;
-me lo prestaste hace como dos años.-me dijo mi amiga mientras yo lo abría para reencontrarme, en la primera página, con el sello de la escuela primaria a la que yo había ido.-ladrón que le roba a ladrón.
-Pero este es de cuando yo era chico; no recuerdo bien su contenido, pero ya la tapa y el olor están llenos de ternuras para mí. Era mi favorito. Lo leía siempre.
Dí vuelta la página y encaré el primer cuento. “El Inmortal” decía el título. “De Jorge Luis Borges”.

Yo, (que creía que no era digno de leer a Borges, un erudito, intelectual, supercomplejo e inentendible) cuando era chico y aún leía con inocencia y sin prejuicios, ya había leído el inmortal; cuando aun no tenía por costumbre ni siquiera mirar quién era el autor, porque lo único que me ocupaba y me preocupaba, era leer.


HERNANDO

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